Ceremonia Maya, rescata del Suicidio colectivo a más de 50 personas!

Lo encontraron al filo del barranco. Llevaba la ropa rasgada, como si hubiera tenido una pelea frontal con una fiera. Las hilachas de camisa se le pegaban al pecho por el sudor y el cabello alborotado le picaba en la frente. Cuando Carlos salió de casa iba al trabajo y ahora estaba allí, a punto de lanzarse al vacío sin siquiera entender por qué lo hacía.

La noticia ya empezaba a correr por todo el pueblo, los hombres se santiguaban y las mujeres cubrían con agua bendita los rostros de sus hijos. Una nube rara estaba pasando por sus viviendas, por aquel sitio bautizado con el nombre de un santo. “Carlos está poseído”, decían por lo bajo. Con él, ya eran al menos cuatro los que actuaban de forma irracional, los que caminaban sin saber quién les guiaba los pasos.

SAN MARCOS LA LAGUNA

San Marcos La Laguna es un pueblo escondido entre volcanes y montañas. Desde el muelle, un camino zigzagueante y estrecho conduce al centro. Perros callejeros se echan a dormir en mitad de la calle y el peatón tiene que saltarlos como si fueran túmulos. Ni se inmutan, su sueño y su pereza son un aviso de lo que se encontrará más adelante: nada interesante. En el centro, una iglesia de piedra parece insignificante al costado del volcán, una cancha de basquetbol, el instituto y la escuela; todo circulado por una decena de casetas, donde se improvisan tiendas, y una hilera de tuc tucs que por Q15 llevan a los residentes de un pueblo a otro. Es domingo y las calles están vacías, no hay muchos turistas y los pocos pobladores se han internado ya en sus casas, en las faldas de la montaña. Todo en San Marcos La Laguna es cuesta arriba, las calles, la educación, la salud y el acceso a la tecnología.

El pueblo llevaba una vida tranquila, sin altibajos, sin cines, sin teatros, sin otra diversión que ver a los turistas que, como si fueran peces, les entrega el lago. Pero desde febrero pasado la tranquilidad se fue con el oleaje. Poco a poco, muchos de los residentes empezaron a sufrir trances, parecía que malos espíritus se adueñaban de sus cuerpos y les obligaban a hacer cosas anormales. Estaban poseídos, una, dos, tres o hasta ocho horas seguidas. Volvían con el único recuerdo de visiones espantosas de muertos, animales monstruosos, fetos ensangrentados o criaturas diabólicas. “Vivían en una película de terror”, dirá más tarde Alejandro Paiz, el jefe de un grupo de médicos que envió el Ministerio de Salud para controlar la situación.

Cuando Carlos ya estaba a punto de lanzarse un vecino lo descubrió. Trató de sostenerlo con fuerza, pero Carlos no hacía más que lanzar puntapiés y puñetazos contra el que, en su mente, era un perro rabioso. Poco a poco se fueron acercando más pobladores y entre varios pudieron reducirlo. Le ataron de pies y manos y lo llevaron de vuelta a casa. Cuando recuperó la conciencia sus recuerdos eran difusos, sus brazos cansados y el cuerpo dolorido, como después de un intenso día en el gimnasio. “Se me metieron unos hombres de negro”, atinó a confesar a su familia, con la voz entrecortada y los vellos de los brazos de punta. Según Carlos los “espíritus” que se colaron en su cuerpo lo controlaban como si fuera una marioneta, tiraron de sus hilos y lo llevaron al filo del barranco, para sacrificar su vida. “¿Por qué se olvidaron de nosotros?”, le cuestionaban, pero Carlos no tenía idea de quiénes eran, nunca antes había visto sus rostros.

En el mercado, las mujeres comentaban sobre los casos, los enfermos iban cayendo como piezas de dominó. Cada día había al menos un nuevo “poseído”. Alguien contó de una mujer que cuando entraba en trance, el dorso de su mano casi se pegaba con su muñeca, sus ojos se subían tanto que sólo se veía una masa blanca y  se tiraba al suelo a revolcarse ante la mirada atónita de sus hijos. La gente cuchicheaba, se repartía las noticias con rostros acongojados y promesas de nuevas y más fuertes oraciones para sacar aquel mal espíritu de sus calles y sus casas. Una señora acusaba a los afectados de “falta de fe”, pero su compañera de al lado le recordó el caso de aquella buena madre que no salía de la iglesia y también cayó. “Este demonio viene por todos”, dijo una y las demás se persignaron simultáneamente, como si fuera una coreografía previamente ensayada.

Después de meditar las razones del ataque sobrenatural contra el pueblo, sus habitantes llegaron a una conclusión. Al construir un muro en la iglesia católica, en febrero pasado, los albañiles habían hallado una osamenta, un cráneo corroído por los años de entierro y unos huesos desperdigados: habían despertado a un espíritu.

Misa en el cementerio

“Aquí todos se volvieron locos, seño”, dice un niño de 12 años que despacha sin mucho empeño una caseta de chucherías, habla sin miedo de que los demás lo escuchen y sigue su relato con interés, como si se sintiera importante por transmitir la historia de espantos que le tocó vivir a su pueblo. “Se vuelven locos y les pegan a los demás, no importa si es su esposa o su hija, o su vecina, cuando están así le dan a cualquiera”. ¿Y tú no tienes miedo?, “No, yo no, porque si tengo miedo a mí también me agarra”, asegura y la convicción es tal que se hace el valiente y aunque ha presenciado a muchos de sus amigos en trances, no piensa que vaya a pasarle a él, pensarlo es condenarse, es unirse a esa larga de lista de los invadidos por espíritus.

“Son 48… registrados”, confirma Hilda Cholitío, la enfermera del Centro de Salud y ante quien han pasado exactamente 48 personas que dicen ser poseídas, en realidad son muchas más pero no todos se han atrevido a buscar ayuda médica. Ella los ha visto tirarse al suelo, golpearse y pelear contra seres invisibles que sólo aquel que libra la batalla alcanza a ver. Les hizo pruebas de sangre, les tomó la temperatura, la presión y no había nada extraño. Además los enfermos no tenían en común más que la juventud, ninguno pasaba de 25 años, pero por lo demás eran de distinta religión, nivel de educación y vivían lejos unos de los otros. Las hipótesis se acababan y los órganos de los enfermos no delataban lo que les estaba ocurriendo. Decidió entonces pedir ayuda de fuera.

El Ministerio de Salud envió un equipo de 14 profesionales, psiquiatras, psicólogos, una ingeniera ambiental y varios médicos. Su misión era descubrir qué estaba pasando. “Íbamos muy asustados, pensando que podía ser algo infeccioso o una intoxicación por lo que estuvieran ingiriendo”, recuerda Paiz, pero lo que pasó, afortunadamente, no era nada de eso.

Los pobladores por su parte estaban también buscando ayuda. Lo primero que hicieron fue acudir al cura, el padre Jorge Mario, que llega a San Marcos La Laguna, una comunidad con 2 mil 550 habitantes, sólo 3 veces a la semana. El resto de los días divide sus prédicas entre 3 pueblitos a la orilla del lago de Atitlán. El sacerdote hizo lo que mejor sabe hacer: una misa. La celebró en el cementerio con la presencia de los enfermos y sus familiares, de gente del pueblo y de uno que otro turista aguijoneado por la curiosidad.

La idea era pedirle a Dios que acabara con aquel mal que estaba desquiciando a la gente. Pero antes de la homilía, la desgracia ya se había desatado. La misa empeoró la situación.

“Fue espantoso”, recuerda Sandra, la recepcionista de uno de los pocos hoteles del lugar, “cuando el padre hablaba se ponían a temblar. Yo los vi cómo se tiraban al suelo a revolcarse, como cuando se le echa sal a una babosa, y sacaban espuma por la boca. Hasta a otros que nunca les había pasado se les metió el espíritu allí, enfrente del padre y entre todas las tumbas”, cuando habla lleva los brazos bajo las axilas, como si quisiera protegerse de una corriente de aire imaginaria. “Yo mejor me fui porque ya sentía que me daba también. Pero ni salir se podía porque en el suelo estaban todos dando saltos”, aprieta las manos contra sus costados y aunque trata de esconderlo, las carnes del cuello y los brazos se le han puesto de gallina.

Un grupo de personas no afectadas decidió unirse y patrullar los barrios todas las noches.  Caminaban repitiendo plegarias por las empinadas calles del pueblo. “A veces terminábamos a las tres o cuatro de la mañana”, recuerda José Mendoza, uno de los iniciadores del movimiento de apoyo, “por donde pasábamos se escuchaban gritos y llantos y entonces corríamos a esas puertas a ver en qué podíamos ayudar. Se necesitaban tres o cuatro personas para sostener a uno, tenían una fuerza increíble”. Caminaban unidos sin importar religión o edad, era el momento de trabajar juntos para luchar contra un enemigo omnipresente.

Los exorcismos tampoco surtierfon efecto. Mendoza recuerda muy bien el que presenció.
Mandaron a llamar un sacerdote capacitado para exorcizar, pero los enfermos empeoraban con el agua bendita, hubo uno que incluso partió el crucifijo de un golpe. En ese entonces no podían saberlo, ni siquiera imaginarlo, pero el cristianismo no haría más que empeorar las cosas.

El pueblo se iba desplomando familia a familia. En las casas de los afectados empezaban a faltar los alimentos. Si el padre era poseído no podía salir a trabajar, y la crisis se colaba por las ventanas abiertas. Hambre y demonios, lo peor que puede pasarle a una comunidad.

José se retira a su oficina en el juzgado, tras sus pasos se escucha un “toc-toc” que cada vez se hace más fuerte. No son sus zapatos chocando contra el pavimento, sino algo que viene de fuera, de la ventana. Detrás de la cortina, aparece un pájaro de plumaje café, que se empeña en picotear con desesperación el vidrio. Al poco tiempo recibe ayuda, otro emplumado más se suma a la tarea: convertir en añicos el ventanal. Es imposible no pensar en los cuervos de Hitchcock. El niño de la tienda habló con convicción: “Aquí ya todos se volvieron locos”.

Sobrenatural

El visitante de los ojos verdes mira la taza de café con desconfianza. Acerca su nariz y no huele nada fuera de lo común. Pero sigue pensándolo. Unos minutos después decide dejar el café a un lado y destapa una lata de Coca-Cola que suena como un estornudo. El líquido le raspa la garganta y le causa borbotones en el estómago. El Sol no ha salido del todo mientras el hombre de la barba rubia toma el desayuno con una bebida carbonatada. Pero no hay alternativa, no se atreve a beber el agua del pueblo. Lleva sólo dos días en San Marcos, pero ya se enteró de lo que pasó, fue hace tiempo, sí, pero todavía no se siente seguro, en el agua puede haber algo que haga que los residentes se retuerzan, griten y se desgarren los músculos con espasmos violentos.

Pero el agua es fiable. Más allá de algún parásito desconocido para los extranjeros, no tiene nada excepcional. De eso se percató Ruth Reyes, una ingeniera ambiental que envió el Ministerio de Salud para revisar todas las fuentes que abastecen al pueblo. “Debe haber algo que les cause alucinaciones”, era la hipótesis. Quizás algo que venga del lago, la principal vía de acceso al pueblo. Reyes hizo todas las pruebas necesarias para descubrir que no está alterada.  También fue a los mercados y las tiendas y no halló nada anómalo en los alimentos que consumen a diario los habitantes. Nada de lo que estaban ingiriendo les causaba las alucinaciones, no hay hongos o hierbas alucinógenas cerca.

Que la comida estuviera limpia reforzaba la posibilidad de una epidemia. ¿Pero qué virus causa que los enfermos se tiren al suelo y saquen espuma por la boca? Uno de ellos puede ser la meningitis, que es contagiosa y puede provocar trastornos de la conciencia. Pero no había fiebre, otro de los síntomas. Para descartarlo por completo le realizaron a varios pacientes una punción lumbar: con una aguja inyectada en su columna vertebral, les extrajeron una muestra de líquido cefalorraquídeo. Resultó normal. Las hipótesis se iban acabando.

Cinco de los casos más graves fueron trasladados al Hospital de Quetzaltenango, el más cercano y con mejor equipo. Pero allí tampoco consiguieron más que diagnosticarlos sanos. “Los días que estuvieron en el hospital lo pasaron muy bien”, cuenta Blanca Pérez, una enfermera originaria de San Marcos La Laguna que trabaja en el centro clínico de Xela, “fue muy raro porque nunca les dio un trance y se fueron pensando que todo había acabado”. Pero no, fue poner un pie en San Marcos y volver a las visiones de monstruos.

“Es algo sobrenatural”, dijo la encargada del puesto de salud. Ninguna medicina los iba a sacar de este agujero. Los diazepan y tranquilizantes similares se deshacían en sus estómagos cual si fueran dulces, un rato de calma y luego el pánico. “Es algo sobrenatural”, sus palabras eran un eco que rebotaba en cada puerta, en cada ventana. No hay nada en la farmacia que pueda ayudar.

Mientras tanto un hombre gritaba en la empinada calle de adoquín que conduce a la clínica. Los que pasaban cerca lo veían abrir tan fuerte la boca que temían que fuera desencajársele la mandíbula. Lo que nadie miraba era al “espíritu” que lo estaba obligando a tragarse un feto chorreante de sangre.

Pánico en la escuela

Herminia Pérez es una mujer baja, de ojos oscuros y rasgados y un cabello negro que cae como tormenta sobre su espalda. La práctica docente que le tocó, previo a convertirse en profesora de enseñanza media, fue más complicada de lo que pudo imaginar. No llevaba ni tres días como maestra cuando tuvo que enfrentarse a un enemigo invisible que atacaba a sus alumnos.

Sus clases se interrumpían por gritos despavoridos, seguidos de convulsiones y miedo. “Parecía que estuvieran peleando, daban golpeas al aire”, recuerda.

Todos estaban angustiados. El miedo era tal que el Instituto decidió cerrar una semana completa para evitar “contagios”. San Marcos La Laguna estaba en pánico. Ya habían pasado por allí curas, pastores evangélicos y un catálogo de médicos de todas las especialidades. Nadie consiguió, al menos, minimizar el problema.

“Nos dimos cuenta que había que actuar desde nuestra cultura”, dice la maestra, elevando las cejas y haciendo una mueca como si se preguntara cómo fue posible que hayan tardado tanto en encontrar la respuesta, si estaba en sus narices, en su color de piel y en las tonalidades de sus trajes.

Por ese entonces llegó Elba Villatoro, una antropóloga con especialidad en medicina tradicional.
Estudió la situación y fue de prisa con una de las psicólogas: “a mí me da mucha pena, pero se van a tener que ir”, dijo tajante, “en el componente occidental de salud hay barrera para ver esto. Esto no se resuelve con el sistema oficial de salud, sino a nivel comunitario”. Los médicos obedecieron sin rechistar, ya habían trabajado mucho y conseguido poco, así que se quedaron en la retaguardia, medio escondidos, pero alerta, por si llegaban a ser necesarios. Pero no hicieron falta, llegaron hombres más poderosos, que consiguieron acabar con las penas en pocos días: un consejo de sacerdotes mayas.

Cuatro ceremonias bastaron para resolver el problema que llevaba meses aquejando al pueblo.
Velas, incienso, rezos mayas, ancianos repletos de sabiduría, el conjunto de instrumentos para sacar espíritus.

Los sacerdotes lograron hacer contacto con las almas entrometidas en los cuerpos de los pobladores y descubrieron algo impresionante: eran sus ancestros asesinados durante la Colonia.
Por eso el catolicismo les hacía enfurecer, ellos murieron en una batalla por evangelizarlos.

Uno de los sacerdotes mayas cuenta el hallazgo con emoción, “logramos hablar con ellos”, dice satisfecho. No quiere que su nombre se difunda porque hay mucha gente que no cree en eso y les tratan mal. Es originario de Retalhuleu, pero vive en la capital, trabaja en el Fondo de Tierras y ocupa su tiempo libre en ayudar a enfermos o afligidos. Con sus ceremonias ha curado a pacientes que ya se habían hartado de ir de tour por todas las clínicas médicas y ha conseguido la paz en pueblos como el de San Marcos. Cuando los llamaron no dudaron en llegar.

“Lo primero que hicimos fue estudiar la situación. Los psiquiatras decían que era por estrés, pero pudimos darnos cuenta que no era nada de eso. Tampoco estaban endemoniados, como decían los religiosos”. Según ellos las posesiones eran un intento de comunicación de los ancestros que estaban ofendidos porque los habían olvidado. El catalizador, efectivamente, fue el hallazgo de los huesos. “Alborotaron el hormiguero”, dice el guía maya, bajo, moreno, de anchos y gruesos lentes, “los jóvenes fueron a enterrar los huesos sin hacer un ritual y siempre que se trabaja con huesos hay que hacer un ritual, esto es muy importante”, recalca. Despertaron sus almas y hacerlas volver a la otra dimensión sólo era posible a través del diálogo con los ancianos.

Y lo consiguieron una noche clara y tibia frente al fuego sagrado, las velas y el incienso. El anciano mayor conversó con ellos. Le contaron a los ancianos que eran las víctimas de una matanza donde murieron cerca de 2 mil personas. Y que se habían manifestado porque querían que no los olvidaran y que los jóvenes que fueron “tocados” por ellos emprendieran labores de servicio para su comunidad como comadronas, guías espirituales o maestros. Lo que creían una desgracia en realidad era un llamado.

Ningún forense estudió las osamentas, la ciencia no sabe a quién pertenecían. Los mayas sí, eran antepasados de 1723. Lo supieron de forma directa, a través del diálogo. “Nosotros creemos en nuestra cultura”, dice la profesora Pérez, “los sacerdotes llegaron a un entendimiento con los abuelos. Y la prueba de que lo hicieron es que la situación por fin se calmó”.

Y la calma volvió al pueblo. Les quedó sólo una preocupación, bastante más terrenal que la posesión de espíritus: la pobreza. Pagar las ceremonias mayas les dejó en quiebra. Los sacerdotes no cobran, pero requieren materiales y los gastos de su viaje. José Mendoza estima que invirtieron cerca de Q1,000 en cada ceremonia, fueron 4 y falta una. Pero ahora al menos, la gente ya puede salir a trabajar sin temor de que un espíritu le lleve directo al barranco. Para los pobladores lo que pasó fue una invación de espítirus de los ancestros. Pero para la ciencia la verdad es otra.

La otra verdad

“Presiento que algo terrible le va a pasar a este pueblo”, dijo una mujer a su hijo en un cuento de García Márquez. El muchacho no le dio mayor importancia, pero la cara de consternación de su madre se le quedó grabada al salir de casa. “Mi madre dice que algo terrible va a pasar hoy”, le soltó a un compañero. El amigo divulgó la noticia, hasta que poco a poco se fue adentrando en el pueblo la certeza de que una tragedia se avecinaba.

Los compradores en el mercado pedían más alimentos de lo habitual, “hay que estar preparados porque la gente dice que algo muy malo va a pasar”, le susurraban al carnicero. “¿Por qué tanta cola en el mercado?”, preguntaban los que pasaban cerca y la respuesta era la misma: “Porque algo terrible sucederá”. Los que se iban enterando se llenaban de provisiones y a la vez enviaban la noticia a sus vecinos para que todo el pueblo estuviera enterado. Hubo algunos que decidieron no esperar la tragedia, llenaron sus carros de muebles y ropa y huyeron. Otros se marcharon después de prenderle fuego a sus casas, para evitar que la destruyera la desgracia.
Entre el humo, los gritos y la desesperación la mujer encontró a su hijo y corrió a decirle: “Te lo dije”.

De acuerdo con los médicos algo similar sucedió en San Marcos, “se sugestionaron y les pasó”, dice Paiz. Ya en 1923 lo comentaba el sociólogo estadounidense William Thomas: “Si la gente define una situación como real, será real en sus consecuencias”.

Empezó con un caso, alguien que sufrió un colapso nervioso, algo que pudo ser un ataque de pánico, una convulsión o una especie de derrame. El hecho coincidió con la aparición de una osamenta bajo el muro de la iglesia católica y de ahí se hicieron las conexiones. La gente creyó que la primera víctima había sido atacada por los espíritus de los huesos y la noticia se fue propagando por todo el pueblo. Se difundió tanto que se dio por real y otras personas empezaron a padecerlo.

“En términos científicos eso se llama disociación”, explica Paiz. Este fenómeno se ha repetido en cientos de sociedades alrededor del mundo, y no sólo en países en vías de desarrollo. Eli Somer, doctor israelí, lo ha estudiado ampliamente. “La disociación es la experiencia de tener una mente en la que puede haber al menos dos corrientes independientes de conciencia que fluyen a la vez, lo que permite que algunos pensamientos, sentimientos, sensaciones y conductas se produzcan simultáneamente”, explicó en su estudio Disociación ligada a la cultura.

Los movimientos bruscos y las manos dobladas o los ojos elevados, tienen también su explicación científica. “Cuando se está expuesto a pánico se hiperventila”, indica Paiz, “y la hiperventilación causa que se acalambre el cuerpo y tome diferentes posiciones”. El galeno recuerda con detalles uno de los casos que presenció. Era un joven que en pleno trance fue empujado por sus familiares a la cama. Como intentaba huir, los hermanos y el padre le agarraban fuertemente los brazos y las mujeres lo rodeaban con cara de preocupación y una cadena de letanías en la boca. Cuando el hombre despertó, dijo que había visto seres que le hablaban en idiomas que él no comprendía: eran sus familiares, en la confusión, no logró identificarlos. También mostraba sus brazos plagados de moretones, “me lo hicieron lo espíritus”, aseguraba, pero esos también los causaron sus parientes al sostenerlo.

¿Por qué le sucedió esto a la gente de San Marcos?, la pregunta no es fácil de responder, pero influyen fuertemente el pensamiento mágico religioso y el estrés que les rodea. “Son jóvenes lábiles, que viven en pobreza, con poca educación y con estímulos sólo de carácter religioso”, cuenta Paiz, “no tienen otros recursos cognitivos más que el místico religioso para asimilar las cosas que les rodean”. Desde luego, los pobladores no están contentos con esta explicación.
Para ellos la verdad es otra.

“Nosotros tomamos en cuenta todos los elementos de la naturaleza: el agua, el fuego, el aire, la tierra y Dios”, explica el sacerdote maya. “Los occidentales, científicos dicen ellos, hablan sólo de los cinco sentidos: sólo lo que veo, toco, oigo, siento o huelo existe. Pero tal vez un día desarrollen aparatos más sofisticados, con más capacidad de captación para ver lo que nosotros vemos, tal vez así se den cuenta”.

Paiz resume lo sucedido: “Una sugestión los enfermó y una sugestión los curó”.

Todos los profesionales citados son posibles de contactar.

Fuente: El Periódico de Guatemala con fecha 02 de agosto 2009

4 comentarios sobre “Ceremonia Maya, rescata del Suicidio colectivo a más de 50 personas!

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